El Rancho fue un lugar entrañable para aquellos limeños de clase media alta que tuvimos la mala suerte de nacer en la oscura década de los ochenta; pero ya no lo es más. Como muchos sabrán, desde hace unas semanas se inició su demolición. Muy pronto el rancho va a ser solo un recuerdo y poco a poco se va a ir borrando de nuestra memoria.

Pese a ser una especie de Comala, un pueblo fantasma, El Rancho sobrevivía. Cada vez que uno pasaba por la avenida Benavides recordaba esos momentos en que paseaba por el trencito o corría en la casa rodante. Momentos en los que uno era realmente feliz. El país se destrozaba, pero dentro de las cuatro paredes que bordeaban todo El Rancho, esto no tenía mayor importancia. Éramos niños, inocentes y felices, que vivíamos un cumpleaños perfecto dentro de alguna cabaña de las tantas del lugar.
Lima no tenía un Magic Kingdom, pero estaba muy cerca. Para un niño de cuatro o cinco años es lo mismo si encuentra a Mickey Mouse en Orlando, California, París... o en Lima (en Miraflores, en la avenida Benavides, cuadra 26, para ser exactos).
Además de todo este mundo mágico que estaba conformado por una serie de cabañas que emulaban un cuento infantil, la diversión venía con un plus: el tradicional pollo a la brasa. Todos tienen buenos recuerdos de la polleria de El Rancho. Esto era, definitivamente, uno de los mayores gustos, tanto para los padres como para sus hijos.
Nótese las letras de Inca Kola detrás.
Esta crónica de El Comercio, además, me sirvió para descubrir algunos datos que me llamaron mucho la atención. El Rancho tiene muchos años más de los que yo creía, al parecer el mundo mágico se inicio por la década de los 70 (o incluso antes). Por ende, se han dado casos de gente que celebró sus cumpleaños en aquel lugar y muchos años después llevaba a sus hijos a celebrar sus cumpleaños en el mismo lugar.
Desde hace diez años o quizá un poco más, El Rancho ya no era lo de antes. Cuando uno pasaba por Benavides veía la cochera, con suerte, con uno o dos carros. Por sus alrededores se respiraba un aire melancólico, una gran tristeza. Todos sabíamos que este momento iba a llegar, pero no hacíamos nada al respecto. No hacíamos el esfuerzo por volver al lugar que nos sacó nuestras primeras sonrisas.
Fue así como este lugar se convirtió en una especie de museo (la historia viva), en un monumento a los niños de toda una generación. Un homenaje a aquellos niños que tuvieron que crecer tomando la famosa leche Enci y aprender a vivir a oscuras debido a los coche bomba que cortaban la electricidad dos veces por semana. Quizá también fue un homenaje a los valientes padres de aquellas épocas, quienes pese a la adversidad se creían lo suficientemente audaces como para traer a un niño al mundo y hacerlo feliz. En el Perú de los años ochenta se podía ser feliz (dentro del perímetro de El Rancho, claro).
Ahora que la demolición está en marcha ya no queda mucho por hacer. Para que un recuerdo sea imborrable necesita un soporte (en este caso material). Quizá los nuevos establecimientos que terminen de sepultar el lugar recuperen el nombre o alguna característica de El Rancho. Ojalá. Si no se da el caso, solo nos queda desenterrar viejas fotografías o algún betamax para poder contarle a nuestros hijos que nosotros fuimos muy felices dentro de ese paraíso infantil que fue El Rancho y que ya no existe más.
P.D. Otra opción es iniciar una campaña para que alguna placa metálica o un pedazo de cemento recuerde por siempre que ese lugar hizo felices a millones de peruanos mientras el país vivía los momentos más duros de su historia.